martes, 30 de junio de 2015

Cosas de loros

Hay una leyenda quechua que refiere a la capacidad de hablar de los loros y de cómo la perdieron.
“Hace mucho tiempo, en época de la dominación inca, los loros tenían lenguaje propio y  sabían pensar y razonar. Los incas, maravillados con estas aves, decidieron llevarlas junto a sus soberanos.
—"Será útil enseñarles nuestra lengua y cultura para que las extiendan por otros lugares de la Tierra", pensaron los reyes y ordenaron a sus sabios que les enseñaran a los loros el lengua quechua, así como su ciencia y tradiciones.        
Una vez que los loritos aprendieron todo lo que los incas creyeron prudente, volvieron a su lugar natal.
—"Ahora seremos los reyes de la selva", puesto que hablamos y razonamos como los seres humanos", se dijeron y comenzaron a impartir  órdenes con voz chillona y desagradable, a dar picotazos y muestras de soberbia. Los demás animales quedaron espantados al escuchar el extraño idioma, reaccionaron con violencia frente a la prepotencia de los loros y contestaron con airados gritos. Cada uno fue elevando más y más la voz hasta que toda la selva se llenó  de chillidos y ruidos. Fue entonces cuando el dios de las aves se enojó con los loros y les arrojó un puñado de tierra a la boca, los loros perdieron la facultad de razonar y sólo pudieron repetir lo que oían.
Así quedaron desde aquel día y, como recuerdo de la ira del dios aún conservan la boca negra  por dentro, como si hubieran tragado el puñado de tierra que les cayó del cielo”.
A esta historia la leímos en el Portal de Salta. La fotografía fue facilitada por el estudio Torres Quinteros.

martes, 23 de junio de 2015

Cachirú

Resultó ser que las pobres y queridas lechuzas, tienen sobre sus espaldas algunas historias donde las pintan como bichos malísimos. El ejemplo más contundente es el mito de “Cachirú” o “Cachurú”, descripto por Adolfo Colombres en su trabajo “Seres sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina”, según cuenta la web Folklore del Norte y lo ratifica ese “mito-center” que es el impresionante trabajo de la web Cuco.

El famoso Cachirú es representado por una gran lechuza, color gris oscuro, garras grossas, ojos luminosos, vuelo nocturno y silencioso, aunque debe vez en cuando se lanza algún graznido. Parece que el accionar de este Cachirú no resulta ser de lo más atractivo. Según la información que publican estos especialistas “…ataca a las personas, elevándolas con sus poderosas garras y destrozándolo, le come el alma para convertirlo en un fantasma. Muy rara vez se lo oye o ve en campo abierto, su zona preferida son los tupidos montes, en donde es casi imposible el acceso. Se tienen referencias de sus apariciones en Mailín, Santiago del Estero”; mientras que otra información complementa asegurando que “se trata de una divinidad maligna, muy temida (…) tenía poder sobre los cuerpos y las almas de los hombres, castigándolos a veces en vida, al arrebatarles los ojos con el pico agudo. Visitaba los ranchos al atardecer, dando chillidos, y se asentaba en los aleros, quedando con ello amenazada la familia y notificada de próxima desgracia. Se le ofrecía tres cántaros de aloja que se ubicaban en el patio; si él las bebía, aceptaba la ofrenda y se convertía en amigo y protector”. Por las dudas aclaramos que las lechuzas de El Artesano Insano son recontrabuenas y simpáticas. Así que nada de asustarse.

lunes, 15 de junio de 2015

El origen del cosmos (wishókar)

En la web de Mitología Americana, está publicado el origen del cosmos, una historia de mucha belleza que permite una visión modificada de historias que nos contaron de otra manera.
“Al principio solo existían dos cosas: Kóoch, que siempre estuvo y una oscuridad absoluta que no dejaba que las cosas existiesen.
Tanto tiempo pasó Kóoch en medio de las sombras y su soledad era tan grande que empezó a llorar por tan enorme pena. Y lloró tanto y tan sinceramente por su profundo dolor que sus lágrimas formaron el Arrok, el Mar Amargo de las tormentas y las tristezas.
Más tarde, aún en medio de tanta pena, pudo advertir como crecía la enorme cantidad de agua que había llorado y entonces suspiró. Así creo a Xóchem, el viento, que inmediatamente comenzó a correr arrastrando a las tinieblas y preparando el camino para la llegada de la luz. Así fue como todo se iluminó y nació la alegría en Kóoch. Entonces tuvo ganas de seguir creando los restantes elementos que le permitieron luego modelar el mundo en el que finalmente vivirían los hombres.
Un día, en medio del mar que sus lágrimas habían creado, Kóoch quizó contemplar su obra y vio que la luz no era suficiente. Enojado, levantó su brazo y sucedió que rasgó de lado a lado el velo de la penumbra y encendió así una gran chispa de fuego: Kóoch había creado el sol al que llamó 'xaleshem' cuya calidez al entrar en contacto con las aguas, creó las nubes y el viento, que empezó a jugar con ellas corriéndolas por todo el cielo. Con su risa alocada creo el trueno (katrú) y ellas, que lo amenzaban con la mirada, crearon el relámpago (lüfke).
Un día Kóoch volvió a aburrirse, por eso pensó que su obra no estaba aún terminada. Entonces hizo elevar parte de la tierra que se encontraba debajo del mar y formó una isla en la cual modeló montañas y llanuras separadas por valles y cañadas. Todos sus hijos, el sol, el viento, las nueves admiraron la belleza de la isla y comenzaron a derramar sus bondades sobre ella, lo cual dio como resultado la formación de ríos, arroyos, lagos, el nacimiento de los peces, las plantas, los árboles y las aves.
Pero sucedió que los primeros hijos de Kóoch sintieron al final, celos de esta nueva creación y en ocasiones desataban su furia sobre la isla castigando duramente a árboles y otros habitantes. Entonces Kóoch decidió reprenderlos hablándoles con firmeza y así la luz continuó brillando para el deleite de la creación”.


miércoles, 10 de junio de 2015

El fin de los humahuacas

En la web Folklore del Norte, leímos la leyenda sobre los indios humahuacas, que según esta historia terminaron siendo víctimas de las envidias de calchaquíes y diaguitas.

“Hace mucho, mucho tiempo los indios humahuacas vivían sin privaciones en las tierras de su quebrada. Dicen que éstas eran tan verdes y fértiles como lo es hoy la pampa, y que en sus terrazas crecía el maíz como crece la hiedra a la sombra de los árboles. Como no era tan duro el trabajo, y su fruto abundante, los dueños de esa tierra podían compartir la paz y la alegría que les enviaba la Pachamama en fiestas interminables. Y dicen también que las cosas habrían seguido así para siempre si no hubiera sido por la envidia de los calchaquíes, la codicia de los diaguitas y la belleza de Zumac.
Calchaquíes y diaguitas se aliaron un día y decidieron conquistar la tierra humahuaca. Hubo largas reuniones secretas, planes y contra planes, espías que se asomaron a la quebrada e informantes que volvieron a contar que los humahuacas no sospechaban nada, demasiado satisfechos como para pensar en la guerra. Y que el único obstáculo para sus planes era el jefe, que sabía cómo convertir de golpe en un ejército a las familias campesinas. Las dos tribus aliadas prepararon sus arcos, sus flechas, sus hondas y sus piedras y, sobre todo, prepararon a Zumac.
La más linda entre los calchaquíes y las diaguitas, Zumac Huayna, no sólo era joven y hermosa. Ante todo, estaba convencida de sus encantos. Sabía cuándo bajar la vista con una media sonrisa. Sabía acercarse silenciosa a sus interlocutores hasta casi rozarlos con su cuerpo firme y, al alejarse, caminar por la aldea con la seguridad de una reina.
Así llegó Zumac, hasta las casas humahuaqueñas, en el atardecer del día señalado. Ella contó su historia de india perdida y las mujeres la llevaron a descansar y la convidaron con un vaso de alhoja. Más tarde, a la hora de la fiesta y el baile, conoció al jefe. Se miraron muchas veces a través del aire frío de la noche y el humo de la fogata y ella lo fue enredando con su collar de cuentas invisibles. Más tarde se cruzaron en el momento que, acallados los pinkullos y las ocarinas todos iban a recogerse; y más tarde todavía él dormía junto a ella, envuelto en su olor recién descubierto. La noche, de luna nueva, era oscurísima sobre la quebrada y nadie estaba despierto para escuchar el silencio enorme que cubría el valle como una manta.
El sorpresivo ataque de las tribus aliadas no dio lugar a la defensa de los humahuacas. Ni los que huían de sus casas, ni los que intentaron buscar sus armas, ni los que se ocultaron en los maizales, ni los que corrían desesperados hacia las montañas, ni uno solo pudo escapar de la masacre. El mismo jefe murió como uno más, pero antes maldijo a sus enemigos y les auguró que no les serviría de nada la victoria.
Y así fue. Al día siguiente, cuando el sol iluminó la quebrada, el paisaje era otro. El pueblo y los cultivos habían desaparecido. La tierra se había secado, se había vuelto arenosa y estéril, y estaba extrañamente teñida de rojo, de morado, de rosa...
¿Dónde estaban los muertos, la sangre, los despojos? En vez de cadáveres, sobre las laderas, de a trechos, entre las piedras y el polvo, había brotado una planta desconocida. Miles de cardones, con sus verdes brazos espinosos, poblaron las cuestas, los pasos y las cimas. Se levantaban desafiantes, únicos pobladores del desierto que es ahora lo que fue la tierra que les pertenecía. Y en primavera, bajo el cielo más azul que se conozca, dejan salir de entre sus espinas increíbles flores amarillas, blancas y rojas que, según dicen, son las almas de los desaparecidos indios humahuaqueños”.