En uno de los
trabajos que desarrollara el antropólogo Guillermo Alfredo Terrera, se replica
la historia que —se cree—pertenece a los comechingones, quienes la
transmitieron a los españoles.
Un cacique
gobernaba con rectitud y justicia a su pueblo y había logrado dominar las
fuerzas de la naturaleza y los cielos, de las que se valía para proteger a los
suyos de todos los males. Esos conocimientos los había obtenido en las
profundidades de una cueva, que sólo él conocía.
Un día, una
tribu enemiga que codiciaba esos poderes, decidió atacar el pueblo del cacique.
Marcharon con sus mejores armas, pero ocurrió algo imprevisto. Cuanto más
empeño ponían en acercarse a sus enemigos, las sierras por donde caminaban se
volvían desconocidas. No sólo eso, también el sol parecía cambiar de lugar; y a
la noche, las estrellas se desordenaban.
Una mañana
creyeron encontrarse muy cerca de la ciudadela del cacique. Ya se preparaban a
lanzar el ataque cuando se dieron cuenta de que era su propio pueblo. El cacique
se había burlado de ellos. Durante días habían caminado en círculo. El poder
del cacique formaba una muralla de confusión que hacía perder a todo aquel que
deseara el mal para su pueblo. A partir de ese día, juzgaron inútil todo
ataque, pero no se dieron por vencidos, y esperaron el momento propicio para
vengarse.
Tiempo
después, el cacique fue padre de dos criaturas. Una y otra eran tan parecidas,
que hasta la madre tenía que hacerles una marca con un carbón para
distinguirlas. Cuando el pueblo enemigo se enteró de este nacimiento tuvieron
una idea.
Sabían muy
bien que sólo aquellos que se acercaran con buenas intenciones lograrían
encontrar las tierras de sus enemigos, así que separaron de la tribu a dos
varones recién nacidos y los criaron alejados de odio hacia el pueblo del cacique.
Cuando los
varones se hicieron hombres, se los invitó a emprender viaje hacia las tierras
del cacique. Allí fueron recibidos con afecto; no tardaron en enamorar a las
hijas del cacique; y se casaron con ellas.
Con el tiempo,
los jóvenes visitaron el lugar donde habían sido criados. Era el momento
esperado por los enemigos del cacique. Cuando los jóvenes emprendieron el
camino de regreso para reencontrarse con sus mujeres, fueron acompañados por
una avanzada de guerreros que —ocultos y a prudente distancia—, señalaron cada
rincón del camino, para guiar al grueso del ejército.
Apenas
lograron entrar a las tierras del Cacique, asesinaron a toda persona que se
cruzaba en su camino. Los jóvenes esposos defendieron el pueblo de sus mujeres;
uno de ellos murió en la pelea, mientras el otro fue apresado junto al cacique,
su mujer y sus hijas. Con el cacique en sus manos, se dispusieron a arrancarle
el secreto de la cueva oculta. Pero el cacique no pronunció palabra, ni
siquiera cuando fueron torturadas hasta morir su mujer y sus hijas. Tampoco
cuando él mismo fue atormentado durante días. Cuando el cacique estaba por
expirar, su rostro se transformó hasta asustar a sus enemigos. Lanzó un grito
de dolor que hizo temblar la tierra y oscurecer los cielos. En el suelo se
abrieron enormes rajaduras donde fueron cayendo los enemigos del cacique; el
resto lo hizo el fuego que saltó desde el fondo de la tierra y el que cayó del
cielo. Fue entonces cuando el cacique, llamado Uritorco, se hizo cerro.
Su rostro
puede adivinarse en los pliegues de la pendiente que mira al oeste. Sus hijas
se volvieron el cerro Las Gemelas y la mujer del cacique se convirtió en el río
que acaricia eternamente ambos cerros al que se lo llama Calabalumba, al pasar
junto al pueblo. El perfil del joven que murió defendiendo a una de las hijas
de Uritorco, también fue eternizado, y puede verse en Los Terrones.