Una tarde destemplada, los comechingones —que trataban como
siempre con mucha dedicación y cuidado en sus tierras—, intentaban preservar
sus cultivos del inesperado ventarrón. Desde muy lejos, casi al final del
valle, observaron un tumulto de polvo y bestias que avanzaban hacia ellos. Se
asustaron muchísimo, nunca habían visto nada igual. Al acercarse el belicoso
grupo vieron que eran hombres de piel blanca, sobre animales parecidos a sus
llamas pero diferentes, con pelo en lugar de lana y cuello más corto. Mientras
intentaban mirar bien de qué se trataba, se dieron cuenta que esos extraños
venían cargados de armas y avanzaban con cara de poco amigos sobre ellos. Con
una gran fuerza de voluntad, vencieron su miedo y como hombres del cacique
comechingón Ipachi Naguan, lucharon contra los blancos.
El combate duró mucho, demasiado, y el hambre y el cansancio
fueron agotando a los comechingones. Ipachi Naguan consultó a los sabios y
estos le aconsejaron que otorgara descanso a su pueblo, de lo contrario, todo
se perdería. El cacique decidió guiar a su gente hacia un bosque de algarrobos.
Les costó mucho llegar. No solo estaban exhaustos y hambrientos sino tristes y
desolados
¿Cómo podrían vencer a estos extraños invasores si ni
siquiera entendían sus modos de atacarlos con esas sofisticadas y totalmente
desconocidas armas?
Ipachi Niaguan resultaba un buen jefe y bajo ninguna
circunstancia iba a dejar que su pueblo sucumbiera ante el primer gran escollo.
Fue entonces que —protegidos momentáneamente de los ataques pero no del hambre
que los carcomía—, el cacique pidió a los dioses, con toda humildad pero con
gran firmeza que cuidaran a sus mujeres y niños.
El tiempo transcurría y nada pasaba, todo parecía perdido, los
comechingones sentían la proximidad de la muerte
¿Era posible que esto sucediera sin que los dioses se
apiadaran de ellos?
Entonces ocurrió lo inesperado: las ramas de los algarrobos
comenzaron a sacudirse de tal modo que en un principio hubo quien pensara en el
posible enojo de las divinidades; pero vieron fascinados que desde las alturas
comenzaba a caer una maravillosa lluvia de frutos que se abrieron y dejaron ver
sus semillas.
Esas algarrobas fueron el mejor alimento para los indígenas.
Luego de compartir sus rezos de agradecimiento, comieron hasta que la fuerza
volvió a sus debilitados cuerpos.
Después rieron y cantaron: se sintieron plenos de confianza.
Entonces, volvieron a la batalla y vencieron a los españoles: el fruto de los
algarrobos había salvado, al menos esa primera vez, a los habitantes de aquella
tierra.
Texto extraído de la web www.redcalamuchita.com.ar/